Uno, dos, tres… consigo contar hasta veintidos antes de escuchar el segundo trueno de la tormenta que acaba de comenzar. Esta mañana al levantarme, el aire olía a humedad y como había aprendido de los vecinos más ancianos, esos días siempre terminaban con un festival de rayos y truenos que habitualmente presagiaban tanta agua como si fuera a terminarse el mundo.
El mar ruje enfadado y el viento golpea con fuerza una ventana abierta haciéndola chocar insistentemente contra la pared. Abandono los pinceles que estoy utilizando en una vieja botella con agua y me levanto para cerrar las puertas balcón donde, al asomarme, una conocida sensación de angustia se apodera de mí. Las nubes se agarran con fuerza a la montaña y las luces ambarinas que provienen de las casas esparcidas por la ladera titilan salpicando el paisaje y dotándole de ese halo de misterio que tan bien suelen recrear en las historias de terror. Al fondo, algunos pequeños barcos de pesca, capitaneados por los más valientes marineros del pueblo, mantienen una encarnizada lucha con las olas para conseguir volver a casa. No es tarea fácil, pero estoy segura de que tantos años de experiencia les darán la ventaja que necesitan para conseguir la victoria.
Otro trueno, mucho más fuerte que los anteriores me obliga a cerrar y refugiarme en el interior de mi estudio lleno de cuadros por acabar. Odio las tormentas. Odio los truenos y los días grises porque me recuerdan mucho al día que Elena desapareció. Veinte años. La semana que viene se cumplirán veinte años desde que la vi por última vez. Teníamos diecisiete.
Una noche nos habíamos despedido en los acantilados de Tabuenca después de haber pasado la tarde entre cerveza, pingles y marihuana, y el día siguiente nadie sabía nada de ella. Ni una nota, ni una llamada de teléfono. Ni siquiera un maldito mensaje de texto que nos diera una pista sobre qué había pasado. Durante días hicimos batidas por el pueblo y por los municipios vecinos. Policía, Guardia Civil, Bomberos, Guardacostas… ni recuerdo los cientos de operativos que se pusieron en marcha para dar con ella. Ninguno funcionó. Pasaron meses de incertidumbre, de angustia, de enfado… y la situación se hizo tan insostenible que nuestra pandilla terminó por deshacerse. Elena desapareció y todos nuestros sueños desaparecieron con ella. Y yo, que odiaba el dibujo, comencé a pintar para ganarme la vida en un intento de sentirla cerca.
¿Dónde te fuiste, Elena? ¿Por qué así?
Desde la cocina, donde a fuego lento infusiona un té de menta, escucho los golpes en la puerta de atrás. Preocupada, corro a abrir porque nadie en su sano juicio se presentaría de visita en una horrible tarde como esta y veinte años de incertidumbre se borran de un plumazo cuando un joven con los mismos ojos de mi amiga me mira asustado desde el otro lado.
-Tienes que venir conmigo, Lucía, por favor. Mi madre te necesita.