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La Roja

Por Pablo Caamaño Gabriel
Publicado en la revista  “Fiestas de El Salvador 2006”

 

Desde pequeño recuerdo que en casa de mis abuelos paternos tenían una mula. La llamábamos “La Roja”, porque su pelo era de color rojo, y mi abuela nos contaba a los nietos que, cuando la compraron, no tenía más que seis meses y parecía una cabrita “colorá”. Mis abuelos la criaron y domaron, y muy pronto dejó de ser la cabrita “colorá” para convertirse en la mula roja.

La Roja era burreña, es decir, hija de caballo y de burra, y como casi todas las mulas burreñas, tenía mucho genio. Cuando lo sacaba a relucir, había que procurar no ponerse detrás de ella por miedo a que soltara alguna coz. Ni siquiera mi abuela, que era a quien La Roja más quería, se libró de ella. Y digo que era a quien más quería porque le echaba muchas veces el pienso, le daba golosinas en forma de cuscurros de pan duro, castañas pilongas, higos secos y alguna panocha de maíz; y, en cambio, nunca la hacía trabajar.

La Roja era de baja estatura, pero de lomo ancho, remos fuertes y muy resistente para todo tipo de trabajo, tanto de carga como de tiro. Fueron miles y miles de kilos de leña los que bajó del monte sobre su lomo, pues tenía una fuerza increíble y estaba dotada de unas cualidades especiales para caminar por los caminos y veredas más escabrosos… ¡La Roja era una joya!

Cuando pastaba en alguna pradera o bajo los castaños de la finca que mis abuelos tenían en Momblanco, a mis hermanos, a mis primos y a mí nos resultaba muy difícil acercarnos para ponerle la cabezada. En cambio, mi abuela, que llevaba una gran faltriquera donde siempre guardaba alguna golosina, solo tenía que meter la mano en ella, y La Roja venía como un perrillo. Mi abuela le daba la golosina y, mientras la saboreaba, aprovechaba para ponerle la cabezada. Nosotros nos quedábamos sorprendidos.

A medida que nosotros íbamos creciendo, La Roja se volvía más dócil, y ya la dominábamos y trabajábamos con ella mis hermanos, mis primos y yo. Al morir mi abuelo, se pensó en venderla, y hasta fueron con ella mi padre y mi tío a la feria de Sotillo. Pero, al final, fue mi propio tío quien se la compró a mi abuela.

Creo que pagó por ella catorce mil reales, que serían entonces unas tres mil quinientas pesetas; menos de lo que hoy cuesta una ración de gambas y media docena de cañas de cerveza. Pero aquellos eran otros tiempos.

Mi abuela se puso muy contenta porque su mulita, como ella decía, seguiría en la misma cuadra de siempre, alimentada por las mismas manos, trabajada por las mismas personas y, sobre todo, porque podría verla todos los días.

Pero como al tiempo no hay quien lo detenga, La Roja, con casi treinta años a sus espaldas, quedó coja. Y entonces sí, mi tío se la vendió a unos gitanos. Cuando los gitanos vinieron a recogerla, nos acompañaron mis primos, mis hermanos y yo. Al entrar en el corral, mi tío no se pudo contener y empezó a gritar: “¡Madre!, ¡Madre! ¡Ya se llevan a La Roja!”.

Entonces salió de la casa una viejecita; aquella figura menuda era mi abuela. Se abrazó al cuello de La Roja y empezó a sollozar diciendo: “¡Ay, mi mulita!, ¡ay, mi mulita!”. Los gitanos, hombres curtidos en el arte de comprar y vender, fueron respetuosos con el llanto de mi abuela, y ninguno de ellos se acercó… aunque ya era suya.

Cuando mi tío consiguió separarla del cuello de La Roja, entonces sí, los gitanos se la llevaron. Y la vida siguió su curso.

Cuando repaso este pasaje de mi vida, a veces pienso —aunque la Iglesia católica diga que no— si algunos animales, como la mula Roja, tendrán también alma.
 

 

Pablo Caamaño Gabriel

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