EL DESPERTADOR
Por Pablo Caamaño Gabriel
De su colección “Retazos de rimas y ripios”.
Tenía mas de cuarenta años, pero a pesar de ser tan viejo seguía funcionando; y no ha muerto de muerte natural, ha muerto de accidente. Un accidente que se podía haber evitado y no se hizo. Era de color del cobre y con los números de la esfera fluorescentes. Era de cuerda, por supuesto; como todos los despertadores antiguos, no como los modernos que son de pilas.
Tenía dos campanillas, y era tan dulce su tintineo, que a pesar de ser él, el que interrumpía mi sueño, siempre le tuve tanto cariño, que aún los días que no tenía que levantarme a una hora fija le daba cuerda, para que, a una determinada hora me despertase y escuchara con agrado su musiquilla, y si no tenía que ir a trabajar, ni ir de viaje, me volvía a dormir exclamando:”Hoy no tengo ninguna prisa en levantarme, pero mi fiel amigo me avisa por si acaso.”El me llamó puntualmente para que no llegase tarde al trabajo, él me enseñó a no ser perezoso, él me enseñó a saber dosificar mi sueño y a disciplinar mi cuerpo.
También es cierto que yo, todas las noches me preocupaba de darle cuerda, para que su corazón no dejase de latir, y le señalaba la hora a la que me tenía que llamar y siempre me llamó puntualmente. Cuando terminó mi vida laboral y me vine a vivir a La Adrada, al dejar mi casa de Madrid dejé en ella muchos recuerdos, dejé en ella muchas cosas, y una de las cosas que se quedaron fue mi fiel amigo el despertador, que al no tener una mano amiga que le diese cuerda todos los días, dejó de latir y se quedó parado como una figura decorativa. Y lo mismo que el arpa de las rimas de Bécquer esperaba en el ángulo oscuro la mano de nieve que arrancase de él las notas, esperaba mi viejo y fiel despertador una mano que le diese la vida, una mano que le ayudase a latir su corazón. Por eso cada vez que iba a Madrid, al entrar en el salón de mi casa y ver el despertador parado, nada mas soltar el equipaje le daba cuerda, y su corazón empezaba a latir y sus agujas a girar como en los viejos tiempos.
Siempre que voy a Madrid, procuro reunir en mi casa al menos una tarde, a mis hijos, a mis nueras y a mis nietos. Una de esas tardes, tuve la infeliz idea de enseñar a mi nieta Sofía y a mi nieto Héctor, el funcionamiento del viejo despertador. Para los niños aquello fue como un juego, y el despertador como un juguete nuevo que ellos no conocían.
La niña captó enseguida el mecanismo del despertador, y le daba cuerda una y otra vez, dejando después que sonasen sus campanillas con el consiguiente regocijo del niño que no se cansaba de oír ese alegre tintineo. La niña con diez años de edad, cinco más que el niño y por tanto mas juiciosa, se dio cuenta enseguida que si dejaba el despertador en manos de su primo la cosa podía acabar muy mal, y cuando se cansó de jugar con él me lo dio a mi para que lo pusiera fuera del alcance del niño.
Pero el niño estaba obsesionado con el despertador, y en un descuido que tuvimos se subió a una silla, y al intentar cogerlo se le cayó al suelo, con tan mala fortuna que se rompió la esfera que era de cristal, y se saltó la cuerda quedando inservible para siempre. El niño se asustó y rompió a llorar, y su padre para consolarlo le dijo:”No llores, Héctor, que solamente es un cacharro viejo”.Y mi otro hijo apostilló: “Un trasto viejo que deja sitio para otro”. Para mis hijos era solamente un cacharro viejo, un trasto menos que dejaba sitio para otro. Para mi era algo más que eso. Para mi era como si se me hubiese muerto un amigo.
Ese amigo que me llamaba todas las mañanas para que me levantase. Ese amigo que me despertaba con el dulce tintineo de sus campanillas.
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