ELPERRO Y EL GATO
Por Pablo Caamaño Gabriel
De su colección “Retazos de rimas y ripios”.
Los dos son animales de compañía del hombre. Los dos conviven muchas veces en las casas con las familias, aunque al gato se le tolera más y se le mima más, porque al perro se le emplea muchas veces como guardián de la casa y de los animales. “Se llevan como el perro y el gato”, se suele decir cuando dos personas se llevan mal. Pero no es cierto que el perro y el gato se lleven siempre mal, porque se dan muchos casos que al convivir en la misma casa, muchas veces hasta duermen juntos, y no es infrecuente que una perra amamante a un gato. Pero de un perro a un gato hay una diferencia abismal, y yo que he tenido alguna vez un gato y alguna vez un perro puedo dar fe de ello. El perro es fiel, es noble, es obediente… y es tan sufrido con el castigo, que hasta lame la mano del que le castiga, si este es su amo. En cambio el gato es sociable si le mimas, si le acaricias y le haces arrumacos y zalemas. En cambio si le castigas, y mucho más si le pegas, te hace frente, se pone agresivo, y si puede te clava las uñas.
En mi casa tuvimos una vez una gata que la pusimos por nombre “Lili.” La llevó uno de mis hijos a casa recién nacida, y mi mujer y mis hijas la criaron a biberón. Al principio todo muy bien, pero cuando se hizo adulta la tal “Lili” era de armas tomar. Caricias sí, arrumacos sí, zalemas también, pero regaños no tolera ninguno y bufaba y enseñaba las uñas a todos.
Muchos años después, y cuando la gata no estaba ya en casa, otro de mis hijos llevó a casa un cachorro de perro recién nacido, que también fue criado a biberón por mi mujer y mis hijas. Dada la experiencia que había tenido con la gata, yo al principio no quería aceptarlo, pero como en casa éramos seis, y los otros cinco si querían, se impuso lo que quiso la mayoría y el cachorro se quedó en casa. El cachorro creció rápidamente, se le puso de nombre “Aris.” durante trece años (hasta que murió de viejo) vivió en mi compañía, y fue mi mejor compañero y el mejor amigo que he tenido. Y que me perdone si aún me queda algún amigo que lea este artículo.
Era un perro de caza, mitad pointer y mitad braco, con el pelo corto y del color del chocolate, y una gran mancha blanca en el pecho muy propia de los bracos. Con su instinto de cazador, tenía declarada la guerra al gato de una vecina, en mi barrio de Madrid. La citada vecina, que era verdulera y tenía un puesto de verduras en el mercado de Useras, vivía en un piso bajo, las ventanas tenían rejas, y en el buen tiempo dejaba la ventana del salón abierta, para que el gato saliese y entrase a discreción por entre las rejas. Yo salía muchas veces a pasear con el perro por los jardines de la colonia y si el gato estaba tumbado tomando el sol, el perro iba a por él.
El gato salía corriendo, se colaba por entre las rejas de la ventana, y se colaba dentro de la casa, donde sabía que se encontraba a salvo y la cosa no pasaba a mayores. Otras veces el gato se aculaba en un rincón enseñando uñas y dientes al perro, que caracoleaba alrededor de él, pero sin acercarse demasiado, porque sabía que las uñas del gato no eran caricias lo que hacían. Pero al final el gato se escapaba y se colaba por la ventana.
Hasta entonces todo había sido un juego, pero una tarde la cosa pasó a mayores. El gato estaba tomando el sol en el jardín y el perro se fue a por él. El gato se aculó en un rincón lanzando bufido y zarpazos al aire, pero el perro no se amilanó y al acercarse demasiado, el felino le lanzó un zarpazo que le hizo sangrar por la nariz. El perro en vez de huir sacó a relucir sus dotes de cazador, y se enfureció de tal forma, que consiguió enganchar al minino por el lomo, zarandeándolo de un lado para otro, y a juzgar por los maullidos que daba el gato, le dejó el espinazo bien dañado.
Así y todo, logró zafarse de la boca del perro, y haciendo bueno eso que dicen, de que los gatos tienen siete vidas, tuvo fuerzas para dar un salto y colarse por entre las rejas de la ventana. Pero tuvo la mala suerte de ir a caer sobre un mueble, que la verdulera tenía en el salón de la casa lleno de cristalería y de figuras de porcelana china, tirándolas al suelo y haciéndolas añicos. La dueña de la casa -que debía de estar en la cocina- al oír el ruido entró en el salón, y al encontrarse con aquel estropicio que le había hecho el gato, con el palo de un cepillo que llevaba en la mano, empezó a golpear al gato. El felino aún malherido por las mordeduras del perro, todavía tuvo fuerzas para revolverse contra la mujer, arañándola en los brazos que puso sobre su cara para protegerse de los zarpazos del gato.
A los gritos que daba la mujer al ser atacada por el felino, muchas vecinas salieron a la calle para ver que pasaba. Entonces yo aproveché esa confusión, y aparentando que jugueteaba con el perro, eché a correr y el perro detrás de mi, y de esa manera nos alejamos de aquel lugar, sin que nadie sospechase que el “Aris”, mi perro, había sido el causante de todo.
Aquello me costó un gran disgusto, aquello me costó no volver a comprar en el puesto de la verdulera, ni volver a pasear por aquella zona con el perro. Pero en el fondo me sentí orgulloso de que él, sacando a relucir las dotes de cazador que llevaba en su sangre, no se amilanara de aquel felino, por muy afiladas que tuviese las uñas. Y aquella noche después de curarle las heridas que le había hecho el gato, al “Aris” le di doble ración de cena.
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